03 octubre 2010

Un cuento vilmente robado

Hoy me levanté, desayuné, prendí la pc (rima), y entré al blog con la seria intención de copiar un cuento de Martín que me gustó mucho y me parece apropiado para este día. Grande sería mi sorpresa al encontrar un comentario del mismo Martín en el post anterior/posterior a este (depende como vengan leyendo). Así que sin otro particular, tomo prestado el cuento, nombrando por tercera vez la fuente: el blog 10denoviembre.
Si Martín así lo desea, borro el cuento y se van para allá a leerlo.


Octubre, 1992
Una menos cinco. Habían quedado a la una, sí, pero ella estaba ansiosa. Además, no quería que cuando él llegara, despertara a nadie. Todos dormían en la casa. Menos ella, claro, que había terminado de aprontarse para salir por primera vez con él.

Se sentó en el sofá del living a esperar, pero no pudo permanecer mucho tiempo así. Se paró, caminó un poco, y volvió a sentarse. Estaba inquieta, con las mariposas en el estómago y el nudo en la garganta. Ahora era la una. Ya era hora de escucharlo llegar.

Se preguntaba cómo sería la noche, si él sería romántico, si le diría cosas lindas. Se preguntaba cómo sería cuando por fin se besaran. Se preguntaba, además, cuándo llegaría.

Cinco minutos pasaban de la una. Era un tiempo perfectamente razonable, pero eso no la hacía sentir menos inquieta. Sus oídos detectaban, ahora, el más mínimo movimiento que ocurriese del otro lado de la puerta. El gato del vecino se paseaba en los tejados, el perro del otro vecino rascaba contra la cerca.

Una y diez. Ya se sentía físicamente incómoda. Quería ir a buscar un vaso con agua, pero temía alejarse demasiado de la puerta. Habían convenido que él no tocaría timbre, para no despertar a nadie, sino que golpearía la puerta.

Cuando era la una y cuarto, ella ya no sabía que hacer. Más de una vez se tuvo que detener, porque se sorprendió a sí misma a punto de comerse las uñas. No era el día para andar con las uñas mordidas por la vida.

Los minutos contenían mucho más de sesenta segundos cada uno, y los relojes de la casa, algunos de los cuales hasta ese momento ella ignoraba que funcionaran, parecían repiquetear estruendosamente, y retumbar en su cabeza.

Empezó a sentir que todo iba a terminar mal, cuando eran más o menos la una y media. Quizás él no fuera a venir. Lo que antes era ansiedad, ahora recibía el agregado de la incertidumbre.

Quería desesperadamente que él viniera, pero estaba malhumorada. Se dijo a sí misma que, cuando él llegara, le iba a hacer sufrir por la espera. En el fondo, sabía que se estaba mintiendo, que su llegada aplacaría todos esos males.

Dos menos veinte empezó a sentir angustia. Sus ilusiones se derrumbaban. ¿Y si en serio no aparecía? ¿Y si todo había sido una ilusión?

A las dos menos diez, apagó la luz de la lámpara de mesa y se fue, las lágrimas rodándole por las mejillas, al fondo, a su dormitorio, a tratar de olvidarse de todo.

***

Una menos cinco. Habían quedado a la una, pero él estaba ansioso por verla. Sabía que no correspondía llegar antes de hora, hay cosas que la etiqueta no permite, por lo que estacionó el auto frente al patio de la casa de ella, y se dispuso a esperar. "Cinco minutos", se dijo. No, diez era mejor, porque las mujeres siempre demoran un poco.

Sentado adentro del auto, prendió por un momento la radio. La apagó. Le molestaba. Estaba inquieto. Se miró en el espejo retrovisor y no se vio por la falta de luz. Prendió la luz interior del auto. Se miró otra vez. Estaba prolijo. El reloj del auto marcaba la una en punto. Quería esperar un poquito más, pero le costaba enormemente.

Trató de repasar mentalmente los planes para esa noche, a modo de hacer tiempo, pero se sentía encerrado, le faltaba el aire allí dentro. La ansiedad lo estaba matando.

Salió del auto cuando no era ni siquiera la una y cinco. Caminó lentamente hacia la puerta de la casa. Se detuvo frente a ella y golpeó.

Nada.

¿Cuánto había pasado? ¿Cinco segundos? ¿Diez? Era difícil saberlo, cuando cada uno parecía una eternidad. Trataba de racionalizar y no apresurarse.

Cuando se convenció que no podía demorar tanto, golpeó una vez más, un poco más fuerte. Ahora estaba en el límite. Sabía que más fuerte era inadecuado para la hora.

Nada otra vez.

Imaginó que ella no estaría pronta. Quien dice a la una, dice en realidad más de la una. Al menos en este país. Era la una y cinco recién. No, mentira. Pasaban ya ocho minutos de la una. Decidió esperar un poco más antes de golpear nuevamente.

Se sentó en uno de los escalones delante de la puerta. Sonrió nerviosamente al pensar en qué pasaría si alguien lo viera allí a esa hora. Una actitud hasta sospechosa, podría decirse.

Pasando la una y diez, decidió, una vez más, golpear la puerta. Otra vez no pasó nada. Acercó su oreja a la madera, pero no logró escuchar sonido alguno proveniente del interior de la casa.

Trató de no ponerse más nervioso y buscar alguna salida que no implicara tirar abajo la puerta. Golpear cada tanto. Esa parecía una idea razonable. Así, cuando ella llegara a la puerta del frente, sabría que él estaba allí, esperándola.

Pasaron los minutos y él se resistía a mirar más el reloj. Juraría que eran ya las 5 de la mañana, aunque sabía que ese era el tiempo en su cabeza, nomás.

Una y veinticinco. Sucumbió a la tentación de mirar el reloj. Por un lado trató de racionalizar, de justificar esos veinticinco minutos como un tiempo razonable. Por el otro, era ya un manojo de nervios. Hasta frío sentía, cuando hacía más de veinte grados allí afuera.

No era capaz de llevar una cuenta de cuántas veces había golpeado esa puerta. Cambió varias veces de mano, porque, aunque no lo hacía con fuerza, le dolían los dedos por la repetición.

Tosió un par de veces. ¿Quizás así ella notara su presencia del otro lado de la puerta? No tuvo ningún efecto. Nada parecía tenerlo.

Era la una y media. ¿Y si ella no abría la puerta? Ahora empezaba a atormentarlo la incertidumbre.

A las dos menos veinte comenzó a invadirlo la desesperanza.

Dos menos cuarto decidió irse, pero no pudo. Todavía no podía despegarse de esa puerta. No quería irse y perderla.

Dos menos diez golpeó por última vez. Pegó, una vez más, la oreja contra la madera. El silencio fue ensordecedor. Se dio media vuelta, caminó rumbo al auto y se fue.

***

Al mediodía siguiente, cuando Diego despertó, se sorprendió de no encontrarse con la programación habitual en la televisión... Esa noche había comenzado el horario de verano.

3 comentarios:

  1. Jajaja excelente! Le voy a firmar el post original al autor porque lo merece.

    Besos!

    PD: La librería es esa misma :)

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  2. Hey! Gracias por la publicidad... *blushes*

    Cuando pensé el cuento, consideré guardarlo para estas fechas, pero decidí que quería publicarlo inmediatamente (hay que postear, vio?). Está muy bueno que alguien lo repostee ahora. =)

    Me honra que te haya gustado para "robarlo". Jaja.

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  3. Wicked: vaya vaya.

    Martín: está re bueno, y me gustó para acompañar el cambio de horario.
    ¿Un chusmerío? Hiciste bien en publicarlo otro día. Le mostré el cuento a una amiga, la misma mañana post-ajuste y se dio cuenta enseguida que era porque había cambiado la hora... o sea que se perdió toda la sorpresa porque el "giro" estaba fresquito en el imaginario popular.

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